Clara García Sáenz
Cuando el verano prepara su salida del calendario y empieza su despedida con amenazas de huracanes, la canícula termina y el calor parece eterno, las escuelas se pueblan de estudiantes y como cada año la magia se vuelve a hacer, el espacio se renueva con recién llegados.
En la memoria de los maestros queda el recuerdo de quienes ya no regresaron, algunos porque han claudicado otros porque egresaron. Nostalgia y nuevos bríos acompañan esos días, esas primeras semanas de clase. Durante muchos años he vivido esa experiencia, la algarabía energiza todos los espacios y siempre me recuerda mis años de estudiante.
Esta primera semana, al llegar al Centro Universitario, todo aquello era un páramo, un silencio penetrante, doloroso y nostálgico; por segundo año consecutivo no hubo magia, algarabía, caos vial, saturación de cafeterías, abrazos, besos, no hubo hoja de firmas, pases de lista, no hubo alumnos.
Las cámaras de computadoras y celulares se volvieron abrir, nos vimos en Teams, tratando de tener en la virtualidad una relación lo más humanamente posible, pero aún ahí a la distancia, la extraordinaria energía de los universitarios se pudo sentir.
Ya no estábamos, ni ellos ni yo desconcertados por la pandemia, por las clases en línea, por la incertidumbre de la vida. La confianza en esta nueva forma de vida académica ha ganado terreno, la alegría de la primera dosis de la vacuna en mis alumnos se hizo sentir y la esperanza de que pronto volverán a sus clases presenciales los vigoriza.
Hacemos recuento de los caídos, quienes por alguna y otra razón no se inscribieron, son pocos, muy pocos los que decidieron no regresar, frente a quienes se afianzan frente a la ventaja que da tomar clases desde casa.
Me da gusto ver a mis alumnas foráneas en clase desde sus pueblos, ventaja inimaginable para sus padres porque representa un ahorro, gran desventaja para ellas que no pueden disfrutar las mieles de la libertad citadina y universitaria.
Les repito a los recién llegados mi discurso sobre “la generosa universidad pública para quienes no nacimos con una cuchara de plata en la boca” y a los avanzados los conmino a no claudicar “nunca en su vida han estado tan cerca de un título universitario”.
Les prometo una actividad al aire libre cuando hayan recibido su segunda dosis de la vacuna, todos, nuevos y avanzados se alegran, “tenemos que empezar a arriesgarnos, tenemos que empezar a vivir” les digo.
No puedo seguir teorizando sobre el patrimonio cultural, tengo que salir con ellos a ver, a sentir, a degustar, a platicar. Ellos necesitan tomar aire fresco, levantarse del asiento de la computadora, pensar y repensar el mundo real y tangible. Todos necesitamos sentirnos más humanos, más universitarios, más amantes de la vida.
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