He buscado en la memoria cual fue el primer acto de corrupción que haya conocido en mi vida y no lo encuentro, siempre vi desde niña gente con privilegios que era señalada en voz baja por los demás porque se había enriquecido en un puesto público y no recuerdo que alguien fuera a la cárcel por habérsele comprobado que robó al erario.
La gente simplemente se hacía rica de la noche a la mañana y no pasaba nada. Así crecí, con una generación que vio normalizada la corrupción; tener un puesto público se convirtió para muchos en una especie de sacarse la lotería. El nombramiento de un alto cargo público es todavía en muchos ámbitos una especie de Patente de Corso para hacer negocios para sí con el presupuesto, tener lujos y privilegios que se extienden más allá de su persona y alcanza a su pareja, hijos y amigos.
A estos cargos se puede acceder de dos formas, nunca por méritos o capacidad sino por clase social; la primera es si se pertenece a las clases privilegiadas, estos puestos se reciben por amiguismo, afectividad; si no se pertenece a estas, se accede por servilismo y complicidad.
De tal forma que muchos de los que manejan los presupuestos públicos establecen perfectos sistemas de complicidad y si alguno traiciona queda exhibido y solo, desprestigiado, acusado de corrupto, mentiroso e incompetente.
También está la cascada de beneficios a ciertos grupos sociales con prestigio intelectual que alimentan la opinión pública para que a través de favores, privilegios, becas, contratos, puestos públicos de menor importancia, sean capaces de proteger a esa gran clase política impune.
Vivir en una especie de doble realidad fue a la que nos acostumbramos todos los que después de los años 70 crecimos en este país, por una parte, asumimos como doxa que muchos políticos roban, que ser diputado es no hacer nada, que tener un puesto público es cosa de bribones, y por la otra, todos a la vez aspiran a estar ahí. Pero lo más increíble es que la mayoría asumimos que la clase política es corrupta y cuando se develan algunas tramas de asalto al erario, nadie cree o intenta cuestionar a quien lo señala.
Por eso es inaceptable creer que este nuevo gobierno federal es incorruptible, por eso también no puede ser verdad todo lo que se cuenta de sexenios pasados, por eso es inadmisible pensar en que los miembros de la 4T quieren limpiar la casa. No, este asunto siempre ha funcionado con otras reglas y no se puede aceptar nuevas, por la simple razón de que no es posible.
Porque no es posible que no existan becas, regalos, plazas, puestos, favores a los que los intelectuales orgánicos estaban acostumbrados. Porque al tocarse el bolsillo y ver que la llave del erario público está cerrada, levanta fundadas sospechas de que ahora esa nueva administración federal lo quiere todo para sí y no avienta migajas a quienes, sin correr riesgos por ser intelectuales respetados, gozaban de privilegios. Y la razón fundamental para pensar eso, es simplemente, que esto que pasa, no puede ser posible.
No puede ser posible porque crecimos con otra realidad política y preferimos no romper el paradigma y contestar como mi vecino cuando le dijeron que por qué tomaba refresco si sabía que le hacía daño “Si, sé que está mal, pero uno ya está impuesto.”
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