Por: Clara García Sáenz
Don Carlos González Salas tenía por costumbre hospedarse en el hotel Los Monteros, donde el poeta Juan José Amador lo visitaba para tomar café en el restaurante; charlaban largamente de libros y escritores durante horas, en algunas ocasiones yo los acompañaba por insistencia de ambos y permanecía callada, escuchando entre emocionada y sorprendida; en aquellos años yo solo era una prestataria de servicio social en la Subdirección de Extensión Universitaria de la Universidad.
Eran verdaderas cátedras de cultura general y nunca supe con certeza que hacía yo ahí, tampoco entendía por qué la insistencia de ambos para que asistiera a esa fructífera conversación, de la que poco entendía y ahora poco recuerdo.
En ocasiones la mesa se ensanchaba y llegaban ahí escritores como Guillermo Lavín, Nohemí Sosa, Arturo Medellín entre otros. Digamos que don Carlos tenía la autoridad de sentarlos a todos para convivir como pocas veces pasaba. Entonces Juan José Amador se animaba, sacaba del bolsillo de su camisa un papel doblado con un poema escrito en tinta negra que había pergeñado durante el día y nunca faltaba quien se burlara de sus “versos redonditos”, entonces Don Carlos siempre amable, ponía orden.
Cuando se enteró que me habían nombrado directora de la Revista de la Universidad me habló para felicitarme y confirmarse como el colaborador fiel que había sido hasta entonces. Siempre que venía a Ciudad Victoria me invitaba a que lo acompañara a comer, platicábamos de historia y literatura, de personajes ilustres tamaulipecos, de su trabajo como cronista. Nunca entendí su afecto desinteresado hacia mí, me trataba con la dedicación de un maestro hacia su aprendiz a quien no sólo instruye sino también protege.
Mi recuerdo de Don Carlos ahora es muy fugaz, como las tardes en que lo escuchaba platicar por horas en aquel restaurante, cuando siendo una joven comunicóloga me empezaba a obsesionar por la promoción cultural y tenía poco interés por el estudio formal de la Historia.
Después de revisar su obra, pienso, que este generoso maestro sembró en mí, como lo hizo en muchos, la inquietud por la Historia, por el patrimonio cultural, por el amor a la ciudad y su memoria, Don Carlos sabía, antes que yo lo descubriera, mi vocación profesional.
En el prólogo de “Tampico es lo azul”, uno de sus libros más populares publicado en 1990 y reeditado en 2006. Dice don Carlos: “…acudo al llamado de las demandas del deseo cada vez más vivo y creciente de mis paisanos y conciudadanos por apoderarse del pasado de Tampico y la región, y de todo el estado de Tamaulipas.
“Sigo creyendo que mientras mejor se conozca el pasado con base firme en los documentos y testimonios históricos, monumentales y arqueológicos, estaremos mejor pertrechados para resolver los embates de la veleidosa fortuna y hacer frente a los escollos del porvenir […]
“Que la playa es de Ciudad Madero no faltará en reclamarlo algún maderense. Empiezo por declarar que para mí ambas ciudades son la misma cosa y lo que la política dividió sigue estando solidariamente unido como una entidad urbana: Tampico-Madero.
“Así lo patentiza también nuestro equipo representativo de primera división. Doña Cecilia, Villa Cecilia, hoy Ciudad Madero, fue una parte integrante -un barrio diríamos en términos aztecas- de nuestro Tampico actual.
“Pero no será preciso recurrir a la historia. Así lo siete nuestro corazón […] Tampico es lo azul. Tanto Víctor Hugo como Rubén Darío recurrieron un día a ese bello color, marino por excelencia, para titular un libro […]
Y ahora, temblorosas paginillas, a volar bajo el azul cielo de Tampico”.
El pasado seis de octubre se cumplieron 100 años de su nacimiento en Tampico, en 1921, el Diccionario Biográfico de Tamaulipas lo define como Presbítero y escritor. Aunque también fue profesor universitario, historiador, cronista de la ciudad de Tampico.
Prolífico académico, gran parte de su obra ha sido publicada por la Universidad Autónoma de Tamaulipas (UAT), para la que trabajó hasta su muerte, haciendo, junto a Juan Fidel Zorrilla, un trabajo de gran trascendencia en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UAT, impulsando la investigación histórica y la producción editorial. A su muerte en julio del 2010 dejó tras de sí una abundante obra histórica y periodística.
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